Ya no se oyen los cascos de los caballos ataviados de negro tirando de los coches fúnebres, pero las carrozas llegan a diario y las tumbas en el Cementerio Municipal de Chillán proliferan. Desde su inauguración en 1902 ha recibido a más de 250 mil muertos, entre ellos los cuerpos anónimos de los fallecidos en el terremoto de 1939, los restos de una famosa madama y a cuatro hermanas asesinadas por su aristocrático progenitor. Las historias que a continuación conocerán nunca antes habían sido develadas.
Incluso en la muerte la segmentación por barrios está presente: los árboles peinados, las amplias avenidas y el pasto recién cortado rodean lujosos mausoleos decorados con mármoles, vitrales y esculturas del Cementerio Municipal de Chillán. Quebrando el espacio aparecen los bloques de nichos separados por pasillos estrechos, igual que casas pareadas y edificios urbanos en bloque. Más allá, la heterogeneidad. Tumbas sobrias junto a otras maximalistas, en coexistencia con otras muy precarias a las cuales se accede por senderos lodosos. De estas hay por doquier: lechos de tierra cercados por rejas oxidadas o deslindes imaginarios que se pierden entre la voraz maleza. Imposible no conmoverse con el desolador colorido del patio de los angelitos, el de los niños, ahí la ternura y el dolor cohabitan en cunas de tierra delimitadas por rejas de madera, donde abundan los juguetes, los remolinos y las flores artificiales. Como en la vida de carne y hueso, en el cementerio también confluyen todas las contradicciones sociales.



EL DUELO INCONCLUSO
En el pasillo número 3, cubierta por jardines, se encuentra la enorme fosa común donde fueron depositadas las víctimas del terremoto del año 1939. A un costado, el “Monumento a los caídos”, de la escultora Helga Yufer Kowald, custodia el espacio con su inquietante belleza.

El historiador Marco Aurelio Reyes Coca, decano de la Facultad de Educación y Humanidades de la Universidad del Bío Bío, atesora el testimonio de un testigo directo de esos sucesos, Octavio Flores Castelli. Este chillanejo recién egresado de la Escuela de Suboficiales de la Armada fue destinado a la zona con la misión de despejas las calles repletas de escombros y cadáveres. Para levantar a los fallecidos de 1939, que ya era una necesidad imperiosa de orden sanitario, debieron requisar todos los móviles (carretas) que había en la ciudad. Según relató a Reyes Coca, la mayoría de los cuerpos recogidos no tenía identificación, a menos que sus parientes los entregaran identificados, pero en muchos casos había muerto toda la familia y eso imposibilitada la labor. Las crónicas de la época hablan de 28 mil personas fallecidas que fueron a parar a la fosa común del Cementerio Municipal de Chillán, aunque esta cifra es indeterminada pues no hubo registro de defunción de todos ellos.


Con una magnitud de 7,8 grados Richter y 10 grados en la escala de Mercalli, la destrucción de la ciudad fue casi total. Nuevas construcciones se levantaron sobre sus vestigios y bajo la tierra quedaron los restos no recuperados, o de quienes fueron inhumados en el patio de la casa en espera de una mejor ocasión para darles digna sepultura. Pero ese momento nunca llegó y quedaron ahí para siempre.



Una experiencia poco común vivió un grupo de personas entre los años 1992 y 2008. El matrimonio compuesto por Eugenio González y Elena Osorio llegó desde Santiago a vivir a Chillán con el objetivo de formar una comunidad de adherentes al movimiento Gnóstico Internacional. Esta agrupación tenía el propósito de enseñar una forma de crecimiento personal y desarrollo de capacidades cerebrales mediante ciertos ejercicios mentales.
Desde su arribo han residido en varias casas y en todas ellas dicen haber recibido revelaciones. Nos aclaran que no se trata de ver fantasmas, sino de percibir ciertas energías cuando los iniciados se encuentran en un estado onírico o de meditación. “Las casas nos contaban sus vivencias a través de los sueños, las que fuimos comprobando a medida que pasaban los años. A veces sonábamos lo mismo: una señora que atesoraba una cajita bajo la almohada; un señor elegante que buscaba a su hija; un hombre vestido de hábito que tenía una cicatriz en el cráneo. La lista de sueños recurrentes es larga. Quisimos averiguar acerca de todo esto y empezamos a preguntar a los vecinos mayores y en los registros de construcciones originales. Para resumir, todas estas historias tenían un punto en común: el terremoto de 1939, la manera violenta como murieron muchos y el manejo posterior de sus restos. Con la mortandad de enero de 1939 no hubo tiempo para ritos ni ceremonias, esa fue una conclusión que creemos marca de alguna manera a esta ciudad”, comenta Elena Osorio. Para cumplir el rito, agrega, formaron un grupo de oración con personas de distintas religiones y solicitaron al Obispado de Chillán que se oficiara una misa. “Podemos cambiar la influencia que cargamos de ese dolor ajeno y que, sin darnos cuenta, hacemos nuestro en lo cotidiano. Mover esa energía, liberar esa historia, ese es el propósito”, concluye.
Fuente. Este reportaje fue escrito por las periodistas Úrsula Villavicencio y Marcia Castellano, para revista Vitrina Urbana, publicada en versión papel el 14 de junio de 2014, en Chillán, Chile.
